| La vida descalzo, de Alan Pauls, es una suerte de ensayo y autobiografía en el que se explora a la playa como lugar de símbolos y choque de culturas, pero también de sueños y anhelos |
La playa debería –podría– ser un lugar de pesadilla. De espanto y sufrimiento. Fíjense, si no: la arena hirviendo que quema los pies todavía vírgenes del verano, la sal que paspa la cara, la panza, el sol que amenaza con sus peligros ultravioletas; la posibilidad de que los niños se pierdan de un instante al otro, de que se ahoguen o los rapten; los exorbitantes precios de la costa que retuercen el bolsillo, la gente que cubre cada centímetro de ese territorio sin dueño, sintiéndose no solo dueño sino también amo, señor, conquistador y legislador; los gritos, la convivencia próxima y transpirada, el verano expropiado, metido en el bolsillo de un traje de baño barato, guardado en una conservadora donde las cervezas en lata se calientan.
Sí, la playa debería ser un lugar de pesadilla. Sin embargo, también debería –podría– ser un lugar de expectativas, de sueños. Quien escribe se encuentra de ese lado de la división. Y el escritor argentino Alan Pauls, también. Él dice, por ejemplo, que se puede soñar en la playa y con la playa. Que los días allí son mojones en el entramado de la infancia. Que por lo único que cambia la playa es por los libros. Y que, convenientemente para él, resulta que el amor por ambos elementos se complementa.
Estas reflexiones, esta declaración de amor al lugar donde la tierra y el mar se encuentran, son parte de un ensayo/autobiografía titulado La vida descalzo, que Pauls publicó por primera vez en 2006 y que ahora el sello Literatura Random House reeditó a modo de introducción para la publicación futura de su obra completa.
Si bien el libro tiene un tono muy personal e íntimo, Pauls no está solo en su declaración. Somos muchos los que soñamos con la playa. A ese lugar colgado en el imaginario veraniego lo podemos esperar y anhelar con ganas casi eróticas, hasta que nos estremecemos cuando por fin llega la hora de pisarla. Porque si la playa es sinónimo de todos los incordios que se enumeraron en el primer párrafo de esta nota, también lo es del placer de sentirse libre en uno de los escasos lugares donde la mano del hombre (todavía) no ha incidido (demasiado).
“Los que vamos a la playa vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribirlo”, dice Pauls.
Para el autor es, también, un lugar donde las historias de amor veraniegas explotan, las excursiones familiares se tornan inolvidables, y en la que los lazos personales se funden aún más bajo la sombra de la sombrilla. Donde habita el sol más limpio, el jugueteo con las olas, los paisajes que quedan en la memoria, los instantes por los que vale la pena vivir y que nos mantienen vivos.
El ensayo, así, se torna diario íntimo. Pauls, de 59 años, deja tácitamente claro que en él siempre estará el pensamiento y la sensación de que sí, de que allí en la playa, con su hermano, quemando su piel rubia en Villa Gesell o Copacabana o en Cabo Polonio, él fue feliz. La vida descalzo, entonces, resulta en un cúmulo de pasajes reales y conmovedores, y que con sus pausas y oraciones subordinadas insólitamente largas generan un texto de una belleza tangible.
Y en un devenir constante, Pauls vuelve a salir de sus recuerdos y rebusca en el conjunto de símbolos culturales, sociales y económicos que han dado forma al ecosistema de las playas desde su concepción como polo turístico estival principal. Así, la experiencia de leer La vida descalzo siempre está cambiando: por un rato es teoría, por otro historia íntima y personal.
La vida descalzo resulta en un cúmulo de pasajes reales y conmovedores, y que con sus pausas y oraciones subordinadas insólitamente largas generan un texto de una belleza tangible.
En ese apartado llegan los párrafos dedicados a explorar el erotismo innato de la playa, las concesiones sociales que, no dichas, se generan –“la playa no puede democratizar la belleza pero sí la desnudez”– y su constante presencia en la “alta” y “baja” cultura. En estos capítulos, enormemente disfrutables, Camus se da la mano con el Leonardo Di Caprio y Dashiell Hammett escolta a Moria Casán mientras ella le sonríe a James Bond.
Sobre el final vuelven a aflorar las vivencias personales, imposibles de contener, de correr hacia un costado. Como todos, Pauls no puede evitar pensar en la playa como un recinto esporádico donde se acumulan los recuerdos, por lo que se pone a explorar aquellas que le dejaron una huella más honda que las que él dejó en sus arenas. En uno de los capítulos más hermosos del libro, el autor recuerda cómo de adolescentes quisieron imitar a los personajes de una película (Julia, 1977) y vivir el romanticismo de la playa en invierno.
“Jóvenes, íbamos a Pinamar o a Gesell en pleno julio no para gozar sino para probarnos que podíamos sobrevivir, que el amor, la pasión y el deseo eran más fuertes que el paisaje descarnado y enemigo en el que se había convertido nuestro paraíso de enero. Íbamos para atravesar la única experiencia sin la cual no hay épica que no desfallezca: la experiencia de la soledad, es decir, la experiencia de una intimidad sin atenuantes, distracciones ni coartadas. Íbamos para ser únicos”.
La playa, entonces, no entiende de estaciones, de preconcepciones ajenas; es, y siempre será, un lugar vacío donde lo que importa son las historias propias y como uno la rellena con ellas, sea en invierno o en verano, en Punta Colorada o en Playa del Carmen. Es un lugar que, sí, podría ser una pesadilla, pero que en cambio está lista, virgen para ser tapada por los sueños, los símbolos y las expectativas. Las de Pauls y las de todos.
3 Comentarios
Creo que el mar, la playa la arena, es mi conección con otro mundo u otra manera de vivir ese corto tiempo. Me lleno de sueños que nunca tengo en la ciudad. Ver un amanecer donde el sol comienza a salir anunciando el comienzo de un nuevo dia. Es lo mas bello que sucede, o ver salir la luna roja de fuego es como postal no se puede compartir porque no todos sienten igual. Yo soy una amante del mar. Bañarme sin ropas es una sensacion increible agua salada que recorre todo tu cuerpo sin importarte nada mas.
Me gustaría leer ese libro.Su temática te atrae enseguida porque, quién no atesora recuerdos imborrables del verano junto al mar? El aroma a sal y algas secas,el salitre picando en la piel,el olor a pino,la frescura del agua,el revolcón que nos da la ola,dejándonos sin aliento,la vida en campamento, tantas cosas…..
buen libro de alanpauls para leer en esta temporada!