Uno.
Koch estaba soñando con arañas cuando el bebé empezó a llorar desde su catre, a un costado de la cama matrimonial, y el sonido se le fue metiendo en el sueño hasta despertarlo. Eran arañas buenas, de piernas largas y flacas. No le hacían daño a nadie, pensó. Abrió los ojos y en la penumbra pudo distinguir la espalda de su mujer, la sábana amontonada en el quiebre de la cadera, y la piel expuesta, lisa y oscura, a medio metro de su cara. El llanto se hizo fuerte. En los intervalos, muy por debajo, se escuchaba el ruido del mar. Koch no podía saber la hora, el reloj de la mesita de luz estaba fuera de su campo visual. Se quedó quieto, apretando los ojos, sintiendo cómo el volumen del llanto aumentaba hasta transformarse en un grito, un sonido desgarrado que no podía caber en un cuerpo de cinco kilos. Carla fue al catre y volvió a la cama con el bebé. Lo puso contra su pecho y el llanto se apagó en dos segundos. Empezó a comer. Koch lo podía escuchar, la succión, la garganta abriéndose para darle paso a la leche, y sobre ese sonido la voz de arrullo de Carla, una canción, una copla de madres y abuelas andaluzas.
Carla apoyó la palma de la mano sobre la frente de su marido y la dejó quieta unos segundos, sin dejar de cantar. Notó la diferencia de temperatura, al menos un grado entre un cuerpo y el otro. Le corrió el pelo rubio de la frente y le secó la transpiración con el borde de la sábana. Koch valoró la intención de la caricia, pero le molestaba el roce de la tela; su piel estaba sensible, frágil, como si todo su cuerpo fuera una inmensa tetilla. Sintió el peso de las piernas y la cabeza. ¿Qué me está pasando?, se preguntó. Cuatro días así, en esta especie de letargo. Al principio se lo atribuyó a la manejada, diez horas desde Buenos Aires, más una larga demora en la frontera del puente. Pensó que se le iría con una buena noche de sueño, una caminata por el bosque, zambullirse en el mar. Pero no fue así. Al otro día se levantó igual, con poca fuerza para salir de la cama. Se tomó la fiebre: 37,6 grados. Debés estar por engriparte, le había dicho la señora que les alquiló la cabaña. Pero no alcanzó la salud ni la fiebre, y quedó atrapado en ese estado intermedio, un malestar moderado y constante. Esa fue su temperatura durante los últimos cuatro días. Carla decía que 37,6 no era fiebre, que recién se le podía decir fiebre a partir de los 38 grados. Discutieron por eso. Koch lo investigó en Internet: todas sus búsquedas desembocaron en la palabra febrícula. El término le pareció humillante y no dijo nada al respecto. Probó bajar la temperatura con paracetamol, pero el mercurio no se movió. Encontró otro analgésico en la caja de los remedios; parecía potente, leyó el prospecto y la enumeración de efectos secundarios. Era una droga que no conocía y no se animó a mezclarla con la droga de las pastillas verdes.
A ro ro mi niño / mi niño duerme / con los ojos abiertos / como las liebres.
Como buena andaluza, Carla cantaba aspirando las eses. Hacía de los ojos una sola palabra, como hacen en la familia materna de Koch, los que viven en Santa Fe. Koch intentó recordar a sus primos de Santa Fe, los primos de la infancia y de los veranos en el campo —nombres, caras, voces— eran diez o doce, pero le costaba acceder a esa información, solo algunos chispazos en la memoria, imágenes sueltas en medio del borrón. Recordó a la tía Fanny, su torta de manzana, y de pronto surgieron los nombres de algunos primos, y algunas caras y algunas voces, que se mezclaron con la voz de arrullo de Carla, y de esta manera Koch se perdió en el sueño…